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Luna azul

La noche tiene una luna tatuada...

LUNA NUEVA 12:42

Este es un cuento que escribí hace varios años, para la clase de Literatura en la universidad. Se trata de un "pastiche", y es una historia inspirada en el cuento "Miss Algrave", de Clarice Lispector.

LUNA NUEVA

Recuerdo cuando me dijo:
- Tú me miraste el primero,
y desde aquella mirada
existió una niña menos-.
(“Una niña menos”, Pedro Antonio de Alarcón)

Por más que lo intentaba, no podía dormir. Seguía allí, tendida a mitad de la cama, entre sábanas blancas y encajes rosados, moviéndose de un lado a otro, tratando de olvidar el resentimiento que sentía hacia el mundo entero.
Sus ojos, un poco irritados e hinchados de tanto llorar, recorrieron de lado a lado su recámara. Vio sus muñecas alineadas sobre el juguetero, con sus angelicales rostros y sus brillantes ojos, sus únicas compañeras. Era un lugar casi perfecto: con los muebles de la infancia, sus viejos juguetes, las cortinillas de la cama abiertas, moviéndose suavemente con el aire que entraba desde el balcón. Era el lugar donde había pasado los momentos más felices de su niñez y ahora no podía tener una noche tranquila en él. Se sentía inquieta, nerviosa, esperando...
Aquella mañana, se había levantado muy contenta. Estrenó la ropa que la costurera acababa de entregarle: una blusa blanca con florecillas azules, abotonada hasta el cuello, que combinaba muy bien con su falda azul, amplia y larga hasta los tobillos. Le gustaba vestir así, era la protección ideal contra las miradas de los hombres que trabajaban en la hacienda. Diana poseía la belleza de la juventud, estaba justo en el punto medio entre una niña bonita y una mujer hermosa. Ella se sabía bella y le gustaba serlo, pero le molestaba que aquellos hombres la miraran de ese modo, como si trataran de ver a través de sus vestidos.
Así, con su ropa nueva estaba lista para salir a dar su paseo matinal por los jardines, escuchar el canto de las aves y examinar que el jardinero cuidara bien de las flores que su padre mandó cultivar especialmente para ella, su pequeña princesa. Llegar a la reja, sentarse en el viejo tronco y esperar a ver al joven vendedor de flores que ocasionalmente pasaba por el camino del bosque y siempre la saludaba con un gesto amable, saludo que ella, por supuesto, jamás devolvía. Hacía mucho que no lo veía, comenzaba a extrañar esa presencia. Aquel joven llevaba siempre unas hermosas rosas blancas, las más blancas que jamás había visto. Su aroma era delicioso. Ella deseaba tenerlas en su jardín, una al menos.
Pero no pudo hacer nada de eso. El verano había comenzado y con él llegaron las primeras lluvias. Desde temprano inició una ligera llovizna que duró todo el día, impidiéndole salir. Podría haberlo hecho, pero el agua, el lodo... no, definitivamente no, su nuevo ajuar se habría arruinado. Al no poder estar afuera, pensó que se aburriría. Iba a estar sola, como siempre... a su edad, sin amigos, sin alguien que la acompañara... Se instaló en su recámara y pasó la tarde sentada frente al balcón contemplando el paisaje: el bosque, más allá las montañas, el cielo nublado, la maldita lluvia que le impedía ir a su jardín.
Se encontraba en medio de su soledad, en el completo aburrimiento cuando, al desviar la mirada hacia el granero, vio algo que la perturbó. David, su hermano mayor, se encontraba en una situación tan inmoral, que ni siquiera se atrevió a observar bien. Cómo era posible que él, su hermano, estuviera con María, una insignificante pueblerina. Cómo era posible que David se atreviera a tocarla siquiera, peor aún, (no quería seguir viendo), la estaba besando; bajo la lluvia, sus cuerpos se unían en abrazos interminables ¿Qué ni siquiera les importaba estarse mojando? Sus ojos no debían ver eso. Se retiró indignada ante tal escena; no podía creerlo, su hermano besando a esa sirvienta. -Qué sucio, qué indigno – pensaba. - Yo jamás dejaré que nadie me toque de esa manera, es tan indecente.
Estaba furiosa. En su alcoba, sentada en el piso frente a la cama, golpeaba con fuerza las almohadas. Pero ya vería David, cuando llegaran sus padres. Ella misma les daría la queja de lo mal que se había comportado en su ausencia. Se merecía un severo castigo por haberla perturbado de tal manera a ella, la niña, la reina de la casa.
Mientras esos recuerdos giraban en su cabeza, Diana se movía por toda la cama sin poder dormir. Decidió entonces levantarse y salir al balcón, respirar el aire nocturno y tranquilizarse. Abrió la ventana y un suave viento entró en el cuarto llenándolo todo con el aroma del jardín húmedo; olía tan bien, jamás lo había notado. En el cielo, la luna estaba hermosa, enorme, brillaba como nunca, acompañada por algunas nubes que se movían lentamente con el viento y muchas pequeñas estrellas titilando aquí y allá.
Era una noche cálida y húmeda, como son las noches de verano. Pero ésa tenía algo especial, no sabía qué, pero algo la hacía diferente. Se sintió mejor y decidió bajar un momento al jardín aprovechando que finalmente había dejado de llover.
El aire jugaba con sus largos cabellos negros y ondulaba su camisón mientras caminaba sobre el camino empedrado. Nunca lo había visto así, pero entonces se dio cuenta de lo bello que lucía el jardín bajo la luz de la luna que hacía brillar las gotas de agua en las plantas dándoles un cierto resplandor azulado. Afuera, el aroma que entró a su cuarto era más fuerte, más agradable, lo acompañaba el olor de rosas frescas.
Sin darse cuenta, caminó y caminó hasta que llegó a los límites de la hacienda familiar. Lejos de la casa no había más luz que la luna. Se sentó en un tronco cercano a la reja que da hacia el bosque. El viento movió algunas nubes que se detuvieron frente a la luna, oscureciendo todo. El viento trajo otra vez ese olor, ahora más cercano. Cerró los ojos y disfrutó de los sonidos y los aromas de esa noche, su noche.
Detrás de unos arbustos, escuchó unos pasos que se le acercaban. No se asustó, era como si los esperara.
-¿Quién anda ahí?-, preguntó. Nadie respondió. El ruido cesó y sólo sintió el contacto de una cálida mano tomando la suya mientras una extraña voz le susurraba al oído –No digas nada. Ven conmigo-. Al sentir en su piel el aliento de esa voz, todo su cuerpo se estremeció. Era una voz mágica, cautivadora, no podía dejar de hacer lo que le pedía. Sin objeciones, ella se levantó y empezó a caminar siguiendo las instrucciones de aquella enigmática voz que guiaba sus pasos en la oscuridad.
Caminaron un largo rato sin hablar. Ella sólo sentía la suavidad de esa piel, su calor. Con el contacto de aquella mano, al escuchar esa dulce voz, una sensación extraña, que nunca antes había experimentado, se apoderaba de cada parte de su cuerpo.
-¿Quién eres?- se atrevió por fin a preguntar
- Soy a quien esperabas
- ¿Qué respuesta es esa? Yo no esperaba a nadie. Quiero saber cuál es tu nombre, de dónde vienes, a dónde me llevas...
- Son muchas preguntas. Nada de eso importa. Sólo debes saber que al verte entre las flores, iluminada por la luz de la luna, supe que eres tú la mujer que debo amar.
-Pero si nunca nos habíamos visto.
- Yo sí te he visto antes. Pero eso no importa.
- Tú no tienes por que amarme, eres un desconocido que dice sólo locuras. Ahora dime quién eres o me voy.
- Está bien, soy Céfiro. Ahora ya no soy un desconocido; sigue caminando y no hagas más preguntas.
Ella, que estaba acostumbrada a ver realizados todos sus caprichos y que nunca había recibido una orden ni siquiera de sus padres, obedeció, sin protestar, cada petición de su acompañante. Siguió caminando en silencio, sosteniendo su mano. Aun sin verlo, se sentía cada vez más maravillada con ese extraño hombre.
Luego de una larga caminata por el bosque, llegaron a la puerta de una pequeña casa. El viento volvió y alejó las nubes permitiendo que un rayo lunar iluminara un poco a ese misterioso personaje. Su piel brillaba bajo el resplandor azul de la luna y aunque no alcanzaba a distinguir bien sus facciones, ese rostro le parecía familiar.
Entraron a la habitación y por primera vez, sus miradas coincidieron. Diana sentía cómo aquella mirada la recorría acariciando cada parte de su cuerpo que poco a poco fue quedando desnudo. La tomó entre sus brazos y unió sus labios a los de ella. Luego, no sólo sus labios, sino sus cuerpos completos quedaron unidos entre abrazos, besos, caricias... el aroma de un jardín de rosas bajo la lluvia.
Esa noche experimentó algo que nunca había sentido y le gustó mucho. Era como si una parte de su ser se desprendiera de ella y volara hasta tocar las estrellas. Era maravilloso. Cerró los ojos y no quería abrirlos por miedo a descubrir que todo había sido un sueño. Luego, durmió tranquila y profundamente.
Cuando abrió los ojos, los primeros rayos del sol entraban ya por la ventana y una suave brisa, la misma de la noche anterior, movía las cortinas del balcón. Estaba en su recámara... ¿Había sido sólo un sueño? No, no era posible, se sentía tan bien.
Se levantó de la cama y fue hacia el balcón. Una delicada brisa le acarició el rostro y entro jugueteando con los mechones de su cabello. Colocada en el balcón encontró una rosa con pétalos de una blancura deslumbrante, recién cortada, en la que aún quedaban las gotitas de rocío. La acercó a su nariz y... –Entonces no fue un sueño-. La rosa tenía, además de su perfume habitual, algo de ese aroma que la acompañó durante la noche. No había sido un sueño. Estaba verdaderamente feliz. Era otra. Ya no estaba enojada. David podía hacer lo que quisiera, si eso lo hacía feliz; con razón volvía siempre tan contento de sus encuentros con María, ahora Diana lo entendía perfectamente. Ya no quería acusarlo con sus padres. Ella había hecho lo mismo... y era tan agradable.
Esa tarde volvió a llover. Diana, ante la sorpresa de todos, salió descalza al jardín, no le importó estropear su ropa, sólo se dedicó a disfrutar de la lluvia y a embriagarse de los aromas de las flores, de las plantas y de la tierra mojada. Todo era perfecto. A través del olfato, los recuerdos de su noche llegaban a ella y revivía cada momento.
¿Se repetiría el encuentro con el misterioso personaje? No lo sabía, pero esperaría. Valdría la pena esperar para volver a vivir algo así. Por primera vez en su vida, alguien era más importante que ella misma. Ese misterioso personaje llenaba sus pensamientos. Lo esperaría, sin duda.Y si ya no volviera, no importaba, él se quedaría siempre con ella, en su recuerdo, en las rosas, en la lluvia, en las noches de luna.
De la pequeña Diana, la princesita, la niña mimada, caprichosa y egoísta, quedó sólo el recuerdo en la recámara de cortinas color rosa. Diana, la mujer enamorada, la nueva Diana que nació entre los brazos de aquel misterioso joven, estaba en ese momento disfrutando de un día lluvioso, caminando sobre el pasto mojado, entre los charcos, sintiendo las gotas de agua recorrer su piel, sintiendo como si la lluvia y el viento se convirtieran en las delicadas caricias, en las manos de aquél misterioso hombre. Se dirigió al tronco junto a la reja que da al bosque, y ahí se sentó contemplando el paisaje, dispuesta a esperar, dispuesta para amar…

1 comentarios:

Anónimo dijo...

ME GUSTAN^^